A Goyo, el portero del edificio del bufete Amalia Fernández Doyague, no le extraña la llegada de periodistas y fotógrafos preguntando por la abogada. Además de a la prensa, está acostumbrado a las visitas de algunos de los grandes y conocidos clientes a los que ha defendido la letrada. Histórica de la Audiencia Nacional, donde participó en juicios como el del secuestro de Emiliano Revilla, actualmente Fernández Doyague se dedica al derecho concursal, con casos como la gran estafa piramidal de Publiolimpia.
Probablemente ni la misma Doyague, que ha sido presidenta de la
Asociación de Mujeres Juristas Themis, imaginó siquiera su brillante futuro laboral cuando era estudiante. Para empezar, Derecho no fue su primera opción. Antes pasó por Ciencias Exactas y Veterinaria. Primera licenciada universitaria en su familia –su madre era ama de casa y su
padre manejaba una grúa pluma–, no tenía contactos en el mundo jurídico.
Hoy goza de una cómoda posición económica y social. Pero su propia carrera no era la única sorpresa que le deparaba el ejercicio de la Abogacía. Hoy asiste, a sus 61 años, entre estupefacta y apenada, a los cambios generacionales que experimenta el sector y que sufren sus propias hijas: la precarización y el desprestigio de la Abogacía. ¿Divorcios a 300 euros? «Pero si es lo que cobro yo por una visita», sentencia la abogada. «Claro que mis hijas lo tienen mucho más difícil que yo», añade. Son dos: Aránzazu Bárcena Fernández, 38 años, y Natalia Bárcena Fernández, a punto de cumplir 32. La mayor trabaja en el bufete con su madre. La pequeña, en un fondo de inversión donde maneja 400 expedientes judiciales y ficha hasta cuando va al baño. Al comparar sus carreras con la de su madre parecen dos mundos diferentes. De hecho, lo son.
Amalia Fernández comenzó a ejercer la Abogacía en 1987. Aunque se planteó inicialmente opositar y se preparó para ello, la vida la llevó al juzgado. «Mi primer cliente me contrató para un caso de tráfico de drogas. Me dijo que era para perder, pero yo pregunté si podía ganar», recuerda para ABC. Y ganó. «Fui la única a la que absolvieron». «Sí, mi principio fue glorioso. A los tres años de comenzar ya estaba dando conferencias en el hotel Fénix con los jueces estrella del momento como Baltasar Garzón. Claro que creo que la suerte existe, pero cuando te llega tienes que estar preparado y tu trabajo tiene que apasionarte», señala.
Futuro mileurista
De su promoción -se licenció en 1986- la mayoría de sus compañeras de clase se han dedicado al Derecho. «Una es fiscal, otras están en bufetes, tengo algunas en el turno de oficio», desgrana. La comparación con la generación de sus hijas es demoledora. Aránzazu se licenció en 2006 en la Complutense. Explica que muchos de sus compañeros de promoción terminaron opositando, la mayoría a la Policía.
De la clase de Natalia, muchos trabajan en grandes bufetes y siguen siendo mileuristas o falsos autónomos. Ella misma lo fue, falsa autónoma y mileurista, durante varios años.
«Tras unos meses de prácticas me contrataron como falsa autónoma. Era un despacho pequeño, generalista, con casos de comunidades de propietarios, familia, aerolíneas… Viajábamos por toda España. Tú cobrabas mil euros. Hacía una factura por 1.000 euros y eso me pagaban. Los gastos, aparte, pero los pagaban cuando consideraban. Viajaba mucho: un día en avión, otro día en tren De modo que como tú adelantabas todo, terminabas perdiendo dinero, porque siempre se te olvidaba reclamar o presentar una factura de un viaje o una comida». Lo dejó para buscar algo más estable porque quería pedir una hipoteca.
«Cuando mi madre empezó de autónoma la profesión tenía más prestigio. Ahora es muy difícil ser autónomo, quien lo hace es porque ya tiene experiencia», explica Natalia. «La mayoría de la gente que sale y se colegia termina, como yo, en empresas super grandes, de 300 a 600 personas, donde eres un poco administrativo: no tratas con el cliente, no eres autosuficiente, no hay reuniones en las que se busque una solución», relata.
Natalia lamenta, además, que la mayoría de los nuevos abogados no van a sala. Es decir, no pasan por el juzgado o si lo hacen, lo hacen ‘en serie’. Es algo así como el ‘fast food’ de la Abogacía. «Hay despachos donde hacen reclamaciones en masa, donde un mismo abogado puede acudir a 10 juicios al día. Al final el juez los ve y casi que los odia, porque además, ellos no firman. Es un trabajo masivo, sin tiempo ni para leer el expediente». Así, funcionan, explica, muchos bufetes: «Trabajan a volumen, con abogados muy baratos, algunos en prácticas con contratos de 500 euros». Para ascender en ellos y cobrar mejores sueldos, asegura, «hay que echar mil horas».
Natalia Bárcena quería ser Inspectora de Hacienda y no descarta opositar. En la firma en la que trabaja actualmente, también lo hace en cadena, aunque asegura que sus 400 expedientes actuales es una carga de trabajo más asumible que la de otros sitios en los que ha estado en los que manejaba miles. En cualquier caso, asegura, «no te da tiempo a pensar, no puedes conocer al contrario. Es verdad que casi todos los expedientes que llevas son iguales, vas picando datos sin sentido. Como una factoría. Te cuenta todo: vas con una tarjetita a todas partes. Vas a comer, fichas; vas al baño, fichas. Todos tus tiempos están super controlados. En este tiempo tienes que hacer esto. Todos los meses tienes que tocar todos los expedientes. En seis meses tienes que llegar a esta fase judicial», relata. Su conclusión es estremecedora: «Creo que eso no es ser abogado». Ahora bien, también valora, porque ha visto en casa, a su madre, trabajando día y noche, los horarios. «Lo bueno es que tienes un horario y sales a las 6 y luego es raro que te llamen. Pero hay quien se queda y echa 24 horas porque tienes trabajo de sobra», asegura.
Aránzazu, la hermana mayor, asegura que hoy «estudiar Derecho no te garantiza tener una buena posición». De hecho, añade, «no te garantiza ni tener un trabajo». Por eso, cree que se ha roto la escalera social. «De la generación de mi madre a la mía se ha roto y con mi hermana todavía más. Yo considero que vivo peor que mi madre y considero que mi hermana tiene peores condiciones que yo y eso que está mejor formada, porque tiene una doble licenciatura».
Natalia, la pequeña, estudió Derecho y Economía en la Universidad Rey Juan Carlos de Móstoles (Madrid). La suya fue la última generación antes de la implantación del obligado Máster de Acceso a la Abogacía. Se ahorró, por tanto, el pago de unos miles de euros para poder ejercer. Según AJA, la Asociación de Jóvenes Abogados del Colegio de Abogados de Madrid, este máster ronda los 3.000 euros en las Universidades Públicas. Así, el de la Universidad Complutense está en algo más de 2.100 euros y los de la Carlos III entre los 6.000 y los 8.000 euros.
Incertidumbre laboral
En Universidades y Centros Privados, de media, señalan desde AJA, los másters o cursos habilitantes tienen un coste de 12.000 euros. El más caro es el de la Universidad de Navarra, que puede llegar a los 32.000 euros.
La saga de las Fernández es el reflejo de la caída social y económica del ejercicio de la Abogacía. Lo confirma Alberto Cabello, presidente de la Agrupación de Jóvenes Abogados, AJA, del Colegio de Abogados de Madrid. «Hay mucha precarización», señala. Desde su Agrupación llevan años luchando por un Estatuto del Becario y una mayor regulación de las prácticas. AJA pide más control sobre los falsos autónomos y lamenta la implantación de la ‘Abogacía low cost’, un fenómeno que ha ido creciendo desde que se liberalizaron los precios de los procedimientos en la última década. Volvemos a los divorcios a 300 euros. «¿Cómo compites con eso? Si no te da ni para fotocopias», denuncia Cabello. Entre todas sus demandas, otra histórica: los abogados no tienen su propio convenio.
Al analizar la situación, Amalia Fernández Doyague, matriarca de nuestra saga de abogadas, considera que «está desapareciendo la clase media de la Abogacía». Su radiografía del sector es clara: «Está el gran despacho y luego la gente que trabaja tirando los precios». La precarización. El abogado ‘low cost’. Ante ello, Natalia, la pequeña, se pregunta: «Ser abogado también tiene que tener unos derechos mínimos, porque si no, ¿cómo vamos a defender los derechos de los demás?».
Actualmente, según el Consejo de la Abogacía Española hay unos 154.000 abogados colegiados ejercientes, de un total de 247.000 censados. Cerca de 9.000 alumnos se titulan en Derecho cada año en las Universidades españolas. A finales de los años 80 del siglo pasado, se calcula que había unos 39.500 abogados en España. En el año 1999 la cifra era más del doble: 91.400. En 2019, 125.900.
Vía: ABC. Por MARIA JOSÉ FUENTEÁLAMO